miércoles, 4 de abril de 2012

El Imperio Tardío (664-332 a.C.) 2/2.- El Período Persa. La Independencia Egipcia. La Cultura in Continuum



Amuleto de un reposacabeza de hematites. Período Tardío, posterior a 600 a.C. (Pinchar)

Headrests of stone, wood or ivory were an essential part of bedroom furniture, and were included in tombs to be used in the Afterlife. They often supported the head of the deceased within the coffin, such as, for example, the mummy of Ankhef. Headrest amulets could act as a substitute for the real thing in burials, and they became particularly widespread in the late Third Intermediate Period (about 1070-661 BC) and Late Period (661-332 BC)
According to Chapter 166 of the Book of the Dead, the headrest amulet had two roles. It raised up the head of the deceased in regeneration: At the beginning of the spell the deceased is instructed to 'raise yourself, so that you may be triumphant over what was done against you'. It also prevented the head being removed: the spell closes with the assurance that 'Your head shall not be taken from you afterwards, your head shall not be taken from you for ever.
were made of hematite or a dark stone, reflecting their association with the Afterlife, and continual protection of the deceased. (Base de Datos del Museo Británico) 


El Período Persa

La confrontación de Egipto con Persia  llegó a su punto crítico con la invasión de Egipto en 525 a.C., que supuso la derrota y captura de Psamético III por Cambises (525-522 a.C.) en la Batalla de Pelusium, a las puertas de Pelusio (antigua ciudad en el Bajo Egipto, situada en el extremo nordeste del Delta del Nilo, a treinta kilómetros al sureste del actual Puerto Said). Las operaciones de Cambises en Egipto ofrecen una imagen totalmente contradictoria según nuestras fuentes, con comentarios de autores clásicos extremadamente desfavorables, mientras las evidencias egipcias nos presentaa a un gobernante ansioso por evitar herir la susceptibilidad egipcia, y nos lo hacen ver como un auténtico faraón egipcio en todas sus facetas.


Esta faceta nos llega de forma contundente de las inscripciones de la estatúa de Udjahorresnet de las que emergen tres aspectos importantes: En primer lugar, Cambises al menos habría asumido las formas de la realeza egipcia; segundo, estaba perfectamente dispuesto a trabajar y a alientar a los egipcios nativos para que participasen en el gobierno; y tercero, mostró un profundo respeto por la religión autóctona egipcia. Este último punto se deja ver también en su enterramiento de un toro Apis con todos sus fervorosos rituales.


Sin embargo, nada de esto sirvió para prevenir el estallido de una revuelta en Egipto cuando en 522 a.C. fallece Cambises; pero la tan ansiada independencia tendría una corta vida, ya que Darío (522-486 a.C.) pudo recobrar el control completo del país en 519/18 a.C. Con este reino, Egipto se asentó dentro de un patrón cuyos inicios ya se vislumbran claramente en el reinado de Cambises. A la cabeza del Gobierno se situaba el Gran Faraón, cuya posición quedaba legalizada para los propósitos egipcios de la única forma posible; es decir, definiéndose a sí mismo como faraón en los mismos términos que un gobernante egipcio nativo.


La política de Cambises de maquillar las susceptibilidades ideológicas también continuó bajo Darío, tanto en temas religiosos como en la propia administración: La construcción o la restauración de templos sería una política prominente. La escuela médica de Sais fue restaurada; se inició la construcción (o reconstrucción) del templo de Amón de Hibis, en el Oasis de Kharga; y se realizaron trabajos en Busiris y en el Serapeum, Saqqara, y posiblemente en Elkab. A Darío también se le acredita un programa de reforma de la ley.


Sin embargo, no todos los reyes persas gozaron de tan delicado tacto, y JerJes (486-465 a.C.), en particular, tendría una mala prensa por su impío desinterés en los privilegios de los templos. En cuanto a la administración, los persas, como los ptolomeos después de ellos, tuvieron el buen sentido de darse cuenta que el sistema egipcio para gobernar el país era el mejor que se podía crear y lo mantuvieron con una mínima administración persa superpuesta, necesaria para integrar la provincia en la organización del Imperio Aqueménida. Esto, en principio, significaba la inserción de un sátrapa en la cumbre.


El sátrapa, que de hecho era un virrey, se escogía de entre la crema de la aristocracia persa, pero, no obstante, sus actividades eran cuidadosamente monitorizada por el tramado imperial de inspectores o informadores que ostentaban títulos como "Ojo del faraón" o “escuchadores”. El sátrapa dirigía la administración central a través de un canciller asistido por un escriba. El idioma que se hablaba en la Cancillería era el arameo, situación que requería la contratación de un equipo de traductores egipcios. Por debajo de este nivel, los persas se mostraron reacios a renovar el personal. El sistema legal continuó siendo egipcio, y se puede identificar un número de egipcios que ocupaban cargos de importancia - pero desprovistos de poder - durante todo el período.


Al mismo tiempo, se observa una inflexible determinación de mantener el control firme sobre las provincias, política que no les impedía introducir a no egipcios en Egipto y en instituciones egipcias, cómo y cuándo les convenía. También se aseguraron de la presencia de un importante contingente militar para seguridad, tanto interior como exterior. Y de Egipto también se esperaba que cumpliese su compromiso como satrapía del Imperio Persa en su totalidad. Entre 510 y 497 a.C., Darío terminó construcción de un canal iniciado por Nekau II que corría desde el ramal pelusíaco de El Nilo atravesando el Wadi Tumilat, hasta Lagos Amargos y el Mar Rojo, proyecto que claramente formaba parte de una política para forzar a Egipto a incorporarse dentro de la red imperial de comunicaciones.


No sólo eran egipcios los artesanos utilizados para las operaciones de construcción en lugares tan lejanos como Persia, sino que también los recursos militares fueron explotados al máximo para que la expansión imperial persa avanzase; los egipcios se vieron involucrados en el asalto naval de Mileto que en 494 a.C. significó  el fin de la revuelta ioniana, y los recursos militares y navales egipcios llegarían a jugar un destacado papel en los grandes asaltos de Darío y Jerjes en Grecia en 490 y 480 a.C.


En 482 a.C., los egipcios facilitaron a Jerjes cuerdas para la construcción de dos puentes de pontones flotantes para atravesar el Helesponto, y ayudaron en su construcción, mientras la armada de Jerjes utilizada contra estados griegos de tierra firme en 480/79 a.C. contaba con 200 trirremes egipcios bajo el mando de Achaemenes, hermano del propio Jerjes, contra los 300 suministrados por los fenicios, lo que indicaría que Egipto era algo más que una potencia naval media en este período.


Este contingente funcionó particularmente bien en Artemisium, donde se capturaron cinco barcos griegos con sus tripulaciones, aunque este récord no se mantendría más tarde en Salamis. Finalmente, habría que señalar que las obligaciones fiscales de una satrapía también se impusieron a Egipto, si bien no eran excesivamente opresivas.


En conjunto, se diría que las fuentes de que disponemos dan la impresión de que el régimen persa en Egipto estaba lejos de ser opresivo, y más de unos cuantos egipcios lo encontraban su aceptación perfectamente viable . Por supuesto que hay evidencia indiscutible de una lenta egipitización de los propios conquistadores. No obstante, hay zonas claras donde pudieron surgir tensiones. Mientras el Gran Rey pudo ser presentado por razones ideológicas como faraón, en realidad era un patrón ausente con base en Irán por lo que no podía evitar ser visto por muchos sólo como un faraón testimonial.


En segundo lugar, la conquista de los persas no aquietó las ambiciones de las dinastías autóctonas de gobernar el país, que permanecían alertas a cualquier oportunidad de hacer valer la independencia egipcia y a así satisfacer sus propias ambiciones. Más aún, la xenofobia egipcia, realzada por Herodoto en el siglo quinto a.C., difícilmente podría haber alentado cualquier integración entre egipcios y persas, y esto pudo haberse agravado por consideraciones religiosas, como ilustra un episodio durante el reinado de Darío II (424-405 a.C.) que involucra a mercenarios afincados en Elefantina y en la población local.


En él, se aprecia a los sacerdotes del dios con cabeza de carnero Khanum enfrascados en un conflicto con mercenarios judíos que acabaría con la destrucción del templo de Iao (Yahweh). Ante tales detonantes, difícilmente sorprende que la historia del Primer Período Persa sea conocida por sus revueltas. Sin embargo, todos estos esfuerzos finalmente no servirían para nada hasta que alrededor de 404 a.C., el joven Amyrtaios izó con éxito la bandera de la insurrección, inaugurando así el último período extendido de independencia bajo gobernantes autóctonos que la civilización faraónica iba a disfrutar.


La Independencia Egipcia   (404-343 a.C.)


La mayor parte de la detallada evidencia de la historia política y militar de este período proviene de fuentes griegas lo que, inevitablemente, implica que reflejen los intereses de los observadores y lectores clásicos. Estos nos pintan un convincente cuadro de un período dominado por dos hechos recurrentes: la inestabilidad en casa, y un omnipresente espectro del agresivo poder persa allende los mares. El turbio panorama de la lucha entre aspirantes al Trono entre familias - dentro y fuera de ellas - surge con cruda claridad en el caso de las dinastías XXIX y XXX.


En la turbulenta historia de estas familias, nos vemos confrontados con una situación propia de etapas anteriores de la historia egipcia, pero que con toda certeza les hacía estar al acecho tras el espejismo ideológico que se deja ver en la evidencia de las inscripciones faraónicas. Los comentaristas clásicos, desde una perspectiva diferente, revelan sin recato, la compleja interacción de la ambición personal sin límites - ya fuese por lealtad o por factores ideológicos - por la que ambiciosas figuras políticas aprovechaban cualquier oportunidad de promocionarse producto de intereses personales de la clase militar egipcia autóctona, de los mandos de los mercenarios y, no tan obviamente, del sacerdocio egipcio.


En cuanto a la Dinastía XXIX, nuestra evidencia está lejos de ser completa, pero demuestra, de forma inequívoca, que casi la totalidad de los gobernantes tuvieron un reinado corto, y sugiere que todos ellos, con la excepción de Hakor (393-380ª.C.), habrían sido destituidos o, a veces, sufrido algo peor. Las fuentes clásicas son particularmente reveladoras en cuanto a la siguiente dinastía. Su fundador, Nectanebo I (380-362 a.C.), un general, al parecer procedente de una familia de militares, casi con certeza llegó al trono como resultado de un golpe militar, y no debería taldarse de maliciosa la sospecha de que este hecho le indujese a nombrar a su sucesor Teos (362-360 a.C.) corregente antes de su muerte, reforzando así la posibilidad de que la sucesión familiar se llevase a cabo sin traumas.


En última instancia, esto no les llevaría a nada, ya que Teos sería depuesto en circunstancias de las que disponemos de información gráfica. Y así es que no hay nada que nos haga apreciar mejor el sabor de las políticas de este período que la versión de Plutarco de estos eventos:


"Entonces, habiéndose unido a Tachos [i.e. Teos], que estaba enfrascado en los preparativos  para su campaña contra Persia, a él [Agesilaus] no se le nombró comandante de todo el ejército, como había esperado, sino que sólo se le dio el mando de los mercenarios, mientras que a Chabrias, el ateniense, se le dio el mando completo de la flota; y el Comandante en Jefe sería el propio Tachos. Esta fue la primera cosa que contrarió a Agesilaus; así que, aunque consciente de que la arrogancia del príncipe y sus fallidas aspiraciones personales eran píldoras duras de tragar, se vio forzado a hacerlo. Incluso zarpó con él para luchar contra los fenicios y, dejando a un lado su sentido de la dignidad y sus instintos naturales, mostró deferencia y subordinación hasta que encontró su oportunidad. Pues el primo de Tachos, Nectanabis [i.e. el futuro Nectanabis II] que mandaba parte de las tropas, se rebeló y, habiendo sido proclamado ya rey por los egipcios, y enviado a Agesilaus suplicándole ayuda, apeló de igual manera a Chabrias, ofreciendo a ambos grandes recompensas. Tachos pronto se enteró de lo ocurrido y les rogó que le apoyasen, después de lo cual Chabrias intentó, mediante persuasión y exhortación, mantener a Agesilaus en buenas relaciones con Techos... Los espartanos enviaron un despacho secreto a Agesilaus ordenándole que se asegurase de que él había hecho lo mejor para los intereses de Esparta, por tanto Agesilaus cogió a sus mercenarios y transfirió su lealtad a Nectanabis... Tachos, abandonado por sus mercenarios, se dio a la fuga, pero mientras tanto otro pretendiente se alzó contra Nectanabis en la provincia de Mendes, y fue proclamado rey (Plutarco, "Vida de Agesilaus", 36-9)


La evidencia egipcia lejos de ser copiosa, nos proporciona, sin embargo, intrigantes revelaciones de la auto-percepción de estos últimos gobernantes nativos. Si consideramos las titulaturas de los soberanos de la Dinastía XXIX, nos encontramos con que Nepherites I lleva un nombre de Horus prestado de Psamtek I; un nombre de Horus Dorado tomado de Ahmose II; mientras Hakor usa los nombres de Horus y el nebty de Psamtek I y el nombre de Horus Dorado de Ahmose II. Estos fenómenos demuestran de forma inequívoca que ambos faraones estaban decididos a que se les asociase con los grandes gobernantes de la Dinastía XXVI, la más reciente “Edad de Oro” de la historia de Egipto. 


El servicio a los dioses es también una característica recurrente: Nepherites I ha dejado pruebas de su trabajo en Mendes, Saqqara, Akhmim, y Karnak (donde su hijo Psammuthis también estuvo activo), y los trabajos de construcción se pueden identificar por todo el país. En la Dinastía XXX, los esfuerzos fueron particularmente espectaculares: Nectanebe I construyó en Damanhur, Sais, Philae, Karnak, Hermópolis (donde levantó una significativa estela ante un de los pilonos de Ramsés II), y Edfu, y tenemos evidencia de la participación personal de Nectanebo II en el enterramiento de un Apis en Saqqara, como también de su rol en la elevación del estatus de toro Buchis, de Armant, al de toro Apis, de Menfis; también hay evidencia en inscripciones de actos de devoción a Isis de Behbeit el-Hagar para quien inició la construcción de un enorme templo.


El desprecio de algunos eruditos modernos con frecuencia les ha llevado a argumentar que tales actividades fueron, con mucho, el resultado de una determinación de conservar el apoyo de los sacerdotes, y probablemente haya algo de verdad en ello, pero sería una equivocación negar que también hubiera un auténtico fervor religioso. La estela de Hermópolis de Nectanebo I hace valer la recíproca relación tradicional entre los dioses y el faraón: el rey hace ofrendas a Thoth y Nehmetawy a cambio del apoyo que él cree haber recibido en conseguir el control del reino; el faraón también hace valer la tradicional reivindicación de que su trabajo en el templo se limitó a restaurar lo que él había encontrado en ruinas; en otras palabras, él reafirma la vieja doctrina del rol cósmico del faraón.


En la estela de Neukratis, encontramos al propio soberano atribuyendo su éxito a Neith, la gran diosa de Sais (de nuevo una afinidad con la Dinastía XXVI), e insistiendo en que la riqueza era un regalo de la diosa, y enfatizando que él sólo estaba preservando lo que sus ancestros habían creado. No hay, con toda seguridad, ninguna razón para argumentar que estos antiguos conceptos habrían perdido algo de su fuerza para motivar a un soberano, o para negar la sinceridad de la gratitud expresada en la reciprocidad de la beneficencia de los dioses.


Cuando pasamos a la política exterior, la consideración dominante es Persia, para la que la pérdida de Egipto nunca fue – y no podía ser de otro modo – un objetivo alcanzado. Afortunadamente para estos últimos faraones nativos, la preocupación por la presión persa tan cerca de casa, significaba que la recuperación de Egipto resultaba difícil para el Gran Rey al no poder dar a tan distante provincia la atención requerida hasta 374/3 a.C., cuando Artajerjes II (405-359 a.C.) se embarcó en el primer intento serio de recobrar el país. La postura egipcia ante la amenaza aqueménida oscilaba entre usar medios diplomáticos para mantener a raya a los persas, y recurrir a operaciones militares a gran escala.


Puesto que Egipto prefería el rol generalizado de pagador, la intervención militar directa con unidades del ejército y de la armada era poco frecuente, y sólo tuvo lugar cuando lo exigía la necesidad, o la irresistible ambición. La facilidad con la que esta política podía llevarse a cabo se explica por el hecho de que se reveló como parte de un juego mucho mayor, puesto que toda esta actividad egipcia ocurría con la lucha por su independencia de otras provincias occidentales del imperio aqueménida como telón de fondo, y la antigua y larga rivalidad entre Esparta y Persia en su afán por definir sus respectivas esferas de influencia en el Egeo, Asia Menor, y el Mediterráneo Oriental.


Esto generó un recíproco  juego letal de movimiento y contra-movimiento en el que Egipto nunca tuvo dificultad en encontrar un entusiástico respaldo. En efecto, su prominencia en estas operaciones era tal que, incluso si los persas hubiesen estado dispuestos a no remover viejos conflictos, no lo podrían haber hecho, ya que un Egipto independiente siempre habría representado una amenaza para el equilibrio estratégico del imperio occidental. Por tanto, no sorprende que Artajerjes III (343-338 a.C.) organizase al menos tres grandes asaltos para recuperar esta perdida, pero altamente peligrosa, provincia. 


Nos consideramos afortunados por conocer suficientemente bien la organización y el carácter de las operaciones militares de estos sesenta años de confrontación. En aquellos tiempos, los recursos militares egipcios consistían en tres elementos: En primer lugar, con cierta frecuencia, nos tropezamos con mercenarios griegos debido a que los gobernantes egipcios, por lo general, gozaban de la perspicaz percepción de la realidad, marcada, entre otras cosas, por la firme convicción de que los intereses de Egipto estaban mejor servidos mediante el pago a otros para que luchasen en su nombre. De ahí que nos encontramos con Hakor reuniendo un gran contingente de tropas a lo largo de 380 a.C., y con Teos utilizando a 10,000 mercenarios escogidos en 360/361 a.C., mientras Nectanebo II se dice que disponía de 20,000 cuando Artajerjes invadió el país en 343/342 a.C.


Estas tropas mostraron una clara superioridad sobre el nativo machimoi (milicia) egipcio en la guerra civil entre Nectanebo II y Teos, pero demostró ser ineficaz durante la exitosa invasión persa de Egipto en 343/342 a.C. Además de estas tropas, se habla en varias ocasiones, de grandes contingentes de machimoi. Plutarco, en cierto momento las describe en términos despectivos como “chusma de artesanos cuya inexperiencia les hacía merecedores de nada excepto de desprecio”, pero que eran, desde luego, capaces de cualquier acción militar. El historiador griego Diodoro comenta sobre la efectividad de sus técnicas de guerrillas contra las fuerzas de Artajerjes en 374/373 a.C., mientras que en la guerra civil de 360 a.C., al principio actuaron de forma aceptable contra Agesilaus y Nectanebo II, aunque finalmente serían superados en estrategia y vencidos por sus oponentes griegos. En el lado negativo, aquel conflicto claramente demuestra que su lealtad era imprevisible, y estaban muy lejos de oponerse a representar el papel de personaje en control de la nominación de puestos de autoridad, especialmente si la recompensa prometida era sustanciosa.


El tercer ingrediente de los recursos militares egipcios era el de las fuerzas aliadas: el activo del almirante rebelde persa Glo (de hecho un egipcio) supuso un notable incremento de las fuerzas de Hakor en 380 a.C.; los espartanos eran aliados de Teos en 360/361 a.C., y enviarón 1,000 unidades de infantería pesada con Agesilaus a Egipto, aunque eventualmente cambiaría su apoyo a favor de Nectanebo; los fenicios aparecen como aliados de Nectanebo II; y Nectanebo se aprovechó de unos 20,000 libios en el mismo contexto. Las tropas que figuran en las fuentes griegas son generalmente de infantería, pero también se menciona la caballería, explícitamente en una ocasión.


Como cabría esperar, se dispone de evidencia de una considerable habilidad egipcia en ingeniería militar para explotar las posibilidades defensivas del terreno. A Nectanebo I se le describe fortificando la costa y el nordeste del Delta de forma meticulosa en 374/373 a. C.  Todas las entradas por tierra y mar fueron bloqueadas: en cada una de las siete bocas del rio había una ciudad con grandes torres y un puente de madera que dominaba la entrada; Pelusium estaba rodeada de una fosa llena de agua, con puntos de acceso fortificados que se bloqueaban mediante malecones, y todos los accesos por tierra se inundaban de agua, mientras la ciudad de Mendes (moderna Tell el-Ruba), situada en la zona del Delta del Nilo junto a una de sus bocas, disponía de un muro que la cercaba, y de un fuerte en su interior.


La pericia egipcia en esta área también se deja ver en sus operaciones contra Agesilaus y Nectanebo II en 360 a.C., y en las medidas tomadas por Nectanebo II para contrarrestar el asalto de Artajerjes III en 343/342 a.C. Con demasiada frecuencia, sin embargo, fue el alto mando del ejército egipcio que puso a prueba su tendón de Aquiles, convirtiendo los celos entre generales egipcios y extranjeros en detonantes. Mientras Hakor empleaba al ateniense Chabrias como general hacia 385 a.C. sin resultados adversos, sus arreglos poco diplomáticos en 360 a.C. no fueron tan felices, en cuanto que a Agesilaus sólo se le dio el mando de los griegos mientras Teos controlaba las tropas egipcias y, además, retuvo el mando total del ejército. Los errores marciales del faraón también pudieron ser críticos, y eventualmente Egipto perdió su libertad, y nuestras fuentes lo dejan claro, que el principal actor aquí fue la ineptitud y cobardía del propio Nectanebo II.


Estas confrontaciones militares no estaban limitadas a operaciones por tierra. La actividad naval destaca prominentemente, como de hecho tenía que ser ya que una de las técnicas de estrategia clásicas utilizada por los persas era, cuando era posible, seguir paso a paso los movimientos de sus tropas mediante movimientos de la flota a lo largo de su flanco. El ejemplo más conocido que lo confirma es la invasión de Grecia por Jerjes en 480 a.C., pero cualquier ataque  a gran escala sobre Egipto presentaba una perfecta oportunidad para dichas dos prolongadas operaciones. Los egipcios, por lo tanto, necesitaban poder contrarrestar los movimientos de la armada persa, así como los de las fuerzas procedentes del sur por tierra. 


Por otra parte, más allá de este contexto específico, se debería recordar que la posesión de unidades navales efectivas reforzaba, en gran medida, la movilidad estratégica y táctica de las fuerzas egipcias en el teatro del Mediterráneo Oriental. Las flotas son, por lo tanto, un frecuente motivo de comentario en nuestras fuentes: por ejemplo, en 400 a.C., nos topamos con un almirante rebelde persa de nombre Tamos (¡por supuesto egipcio!) encontrando refugio en Egipto con su flota, que sería rápidamente asesinado por un enigmático gobernante egipcio (con toda probabilidad Amyrtaios) específicamente para apoderarse de sus activos navales, y en 361/360, se prepara una gruesa flota junto al ejército para participar en una revuelta general en las provincias occidentales del Imperio Persia.


La sofisticación técnica de estas fuerzas era evidentemente alta. Cada vez que se mencionan los barcos de guerra egipcios, se les llama trirremes: galeras de choque para la guerra propulsadas por tres órdenes de remos sobrepuestos; el clásico barco de guerra de primera categoría del mundo mediterráneo de la época. En 396 a.C., vemos como Nepherites envía a Agesilaus de Esparta el equipo para 100 trirremes; parece claro que él tenía ya más que suficiente en sus arsenales. Se cuenta que el chipriota rebelde Evagoras, adquirió cincuenta trirremes de Hakor en 381 a.C.; y en 361-360 a.C., se nos dice que Teos preparó una flota de 200 de dichas embarcaciones que iban muy bien equipadas.


Aunque las embarcaciones egipcias siempre se describen como trirremes, debemos señalar que la flota persa reunida para operaciones contra Egipto en 374 a.C. consistía en 300 trirremes y 200 triakontors (pequeñas galeras para la guerra propulsadas por sólo una orden de remos de quince hombres en cada lado), y la armada egipcia debería disponer de estas ligeras unidades. El que los comandantes egipcios nativos pudiesen alcanzar el rango de almirante en la armada persa es suficiente garantía de su valía, pero la armada egipcia era capaz de reconocer el ingenio donde lo hubiere, y Teos no había dudado en encomendar al soberbio almirante ateniense Chabrias el mando de sus unidades en 361 a.C.


El restablecimiento del control persa en Egipto, que se completó no más tarde de 341 a.C., fue acompañado por el saque de templos y de una política de consolidación que se manifestó con la demolición de las defensas de las principales ciudades y el establecimiento, una vez más, de una administración  provincial dotada de una plantilla compuesta, en parte, por funcionarios egipcios locales, tales como Somtutefnakht. Evidentemente la intención era repetir las disposiciones de la ocupación previa, pero el resultado sería un régimen de recurrente virulencia e incompetencia que pronto elevaría el nivel de descontento al punto de la rebelión armada.


Y es seguramente aquí, quizás hacia 339/338, que el levantamiento del tan discutido Khababash debía situarse; rebelión del tal éxito que, al menos, le dio el control parcial del país, y una pretensión al  cargo faraónico. En 333 a.C. hay igualmente una señal, ejemplo de descontento, en el entusiasmo con el que la aparición del rebelde macedonio Amyntas fue recibida en el país. Así que, no sorprende, pues, que cuando Alejandro Magno invadió el país, a finales de 332 a.C., no tuviese dificultad en poner fin rápidamente al odiado régimen persa.


La Cultura in Coninuum


Hasta este punto, nuestra exposición ha estado dominada por las vicisitudes políticas, militares y económicas desde el inicio del período saíta hasta la conquista macedónica. Aunque sería imposible negar el vigor y la habilidad con que los egipcios se enfrentaron a estos retos, nuestro análisis podría fácilmente dar la impresión de una nación sujeta por generaciones a una considerable discontinuidad. Cuando, por otra parte, fijamos nuestra mirada en los fenómenos culturales, surge una imagen muy diferente. Las artes visuales son paradigmáticas. Mientras, por una parte, hacen gala de una determinación de inspirarse en las tradiciones de los imperios Antiguo, Medio y Nuevo, así como del Período kushita, muestran cualquier cosa menos el árido arcaísmo del que con demasiada frecuencia todavía se les acusa.


Por el contrario, la afirmación de continuidad con la vieja tradición va combinada con el ejercicio de una considerable inventiva y originalidad, tanto en materiales como en iconografía, que les llevó a producir algunas de las más extraordinarias esculturas de todo el corpus faraónico. Para otras esferas de la actividad cultural, algunas veces hay una desconcertante laguna en el material existente. Por ejemplo, no existen textos literarios datados en este período. Por ello, el estricto análisis que poseemos de dicha evidencia confirma que la sociedad y la civilización egipcias, en conjunto, se caracterizaban por las mismas tendencias que las artes visuales. Nosotros, de forma rutinaria, nos topamos con aspectos con los que los estudiantes de períodos anteriores estarán totalmente familiarizados.


Los contextos mortuorios siguen revelando la inmensa importancia de los lazos familiares; a veces, de una forma muy particular: la tumba del visir Bakenrenef, en Saqqara, del reinado de Psamtek I, parece haber sido usada para el enterramiento de miembros de la familia durante la mayor parte de 300 años, y la tumba de Petosiris, en Tuna el-Gebel, contenía enterramientos de cinco generaciones de esta familia, abarcando desde la Dinastía XXX hasta adentrado el Período. Un epígrafe mortuorio apunta en la misma dirección: la inscripción de Khnumibra en el Wadi Hammamat muestra una comparable conciencia del linaje familiar en la Dinastía XXVII, con la pretensión de dar constancia de su genealogía durante más de veinte generaciones desde la Dinastía XIX, si bien hay que tener cierta cautela sobre la precisión histórica de este documento.


Todo este material también demuestra la constante importancia de la continuidad de los cargos dentro de la misma familia. La familia de Petosiris ocupó el cargo de Sumo Sacerdote de Thoth en Hermópolis durante más de cinco generaciones, mientras que a los ancestros de Khnumibra se les alega haber tenido algo parecido a un dominio completo de los puestos de visir y supervisor de obras durante silos.


Las lealtades locales son, por lo menos, incluso más intensas que añejas: Udjadorresnet insistía, al principio de la Dinastía XXVII, en el excelente servicio que él había prestado a su ciudad natal, mientras la inscripción de Somtutefnkht, del siglo cuarto, en el templo de Harsaphes, en su ciudad natal de Heracleópolis Magna, indica que dicho servicio fue transmutado en una devoción al dios local, una formulación fácil y natural que era corriente en su momento. Dicha devoción por los dioses locales tenía ya un paralelismo anterior, pero su prominencia en el Período Tardío era muy marcada, dando origen, sin duda, a una fragmentación política que era ya endémica después de la caída del Imperio Nuevo.


Un corolario de esta situación es la marcada tendencia a convertir el principal núcleo de devoción personal en la mayor deidad de la ciudad que, de esta forma, adquiere la omnipotencia y la omnisciencia de los grandes dioses tradicionales del Panteón (N.B. específicamente en las antiguas Grecia y Roma, un templo a todos los dioses).


Este fenómeno generó, a su vez, una profunda sensación de la inminente divina presencia, lo que, con toda probabilidad, constituyó un factor importante en el desarrollo de los cultos a animales; una de las características más distintivas del Período Tardío. La devoción a la inmediata presencia de esta deidad iba, naturalmente, acompañada de una profunda convicción de la dependencia humana del favor divino, que con frecuencia se ve expresada en la escultura mediante estatúas de individuos sosteniendo y ofrendando imágenes de su dios local.


Las inscripciones biográficas además revelan que los factores que llevan al éxito en la vida se percibían en términos esencialmente tradicionales: el favor real todavía se consideraba como prerrequisito del éxito; también se consideraba esencial llevar una vida basada en el maat, el orden del Universo, tanto físico como moral, que emerge con la creación del mundo y es definitivo; es decir, que no se puede perfeccionar. Cómo vivir según el maat, se describe en la tumba de Petosiris como “La Forma de Vivir”, y un estímulo frecuentemente mencionado para seguir este sendero es la influencia divina que opera en el corazón de cada individuo; en otras palabras, la fuente de su esencia moral. 


 Una vez más, con este concepto no es difícil encontrar un paralelismo anterior (por ejemplo, el viejo concepto del netjer imy.k, “el dios que hay en ti”), pero está mucho más sistemáticamente desarrollado en los textos del Período Tardío. Seguir “La Forma de Vivir” guiado por un dios, trajo éxito en el mundo; incluso más allá de la tumba, donde todavía otra consagración  te espera. El Día del Juicio en la Sala de las Dos Verdades se creó para todos, y no hubo distinción entre ricos y pobres. No obstante, esta profunda convicción de que la justicia finalmente prevalecerá, no impidió la expresión de una filosofía carpe diem, (locución latina que literalmente significa "aprovecha el día", o lo que quiere decir: “aprovecha el momento, no lo malgastes”, lo que revela que los egipcios habrían perdido poco de su amor a la vida, y no sorprende  encontrar la aparición de la protesta ocasional de lo injusto de una muerte prematura que priva del disfrute de todo lo que una vida tiene que ofrecer. 


Aquí, de nuevo, no obstante, no nos confrontamos con una completa innovación, ya que la fragilidad de la certeza egipcia acerca de una vida después de la muerte se ve elocuentemente expresada en textos antiguos, tales como “La Canción del Arpista Ciego” y el Capítulo 175 del “Libro de los Muertos”. En cuanto a los principios del culto mortuorio, permanecieron de igual forma en el Período Tardío, si bien no tan elaborados en la práctica, y las viejas convicciones, tales como los beneficios derivados de la recitación de fórmulas y el ejercicio de rituales funerarios, conservaron mucha de su fuerza.


El concepto de los prerrequisitos de la vida después de la muerte presentaba una imagen de alguna forma contradictoria, pero, de nuevo, era una cuestión de trabajar con ellos y perfeccionar viejas ideas. De nuevo hicieron mucho esfuerzo, aquellos que podían hacerlo, en la construcción de tumbas, algunas de las cuales son espectaculares muestras de alardes sorprendentes. El complejo mortuorio de Mentuemhat, en Tebas, es el más impresionante emplazamiento no real en esa zona, o en cualquier otra, y muchos de los visires del Imperio Nuevo habrían envidiado la tumba construida para Bakenrenef que domina el valle desde la escarpa este, en Saqqara. El Período Saíta destaca por su particular ingenio en la construcción de unas tumbas antirrobos que se rellenaban de arena compactada después del entierro, y que cumplían con precisión el efecto deseado, pero los ajuares dejaron de ser tan cuantiosos o tan ricos como habían sido en el Imperio Nuevo, si bien las máscaras de oro o plata dorada, y las joyas, podían aún encontrarse enterradas  con el finado. Esta escasez de objetos funerarios significa que las tumbas eran pequeñas; con frecuencia poco mayor que los propios sarcófagos.


En lo referente a enterramientos de un estatus medio, se está mejor informado de este período que de otros; Saqqara, en particular, donde las excavaciones han revelado cuerpos con escasa o ninguna momificación enterrados en los ataúdes más pobres, con frecuencia no más elaborados que las esterillas de hoja de palma, y depositados en fosas en la arena, distinguibles en la superficie del terreno, si se daba el caso, por medio de un sencillo poste indicador como guía a las modestas intenciones de cualquier familiar ansioso de llevar a cabo cualquier servicio mínimo para el fallecido que pudiese costear. Todo esto es más que suficiente, con las indicaciones de períodos anteriores, para probar que también a este nivel el Período Tardío seguía su curso por los viejos cauces.


Estas inscripciones biográficas revelan además otro cambio de actitud frente a la clara disminución de la distancia que separaba al faraón de sus súbditos, y esto se refleja en la facilidad con que las personas no reales podían tener acceso a la antigua literatura funeraria real: en varias tumbas saítas de Saqqara (incluyendo las del visir Bakenrenef, el comandante de la armada real, Tjanenhebu, y el físico, Psamtek), se utilizaron “Los Textos de la Pirámides”, y los ataúdes del siglo cuarto también son ejemplos de esta evolución. La tumba de Petosiris muestra un fenómeno paralelo en el que el propio Petosiris, en un punto de su inscripción biográfica, reivindica para sí haber realizado el antiguo ritual real de fundación de “estirar la cuerda” (tercera de las once etapas que componen el “Ritual de la Fundación”).


Sin embargo, en todo esto, de nuevo no nos enfrentamos a algo totalmente nuevo, dado que la Dinastía XII, por ejemplo, ya nos da una amplia demostración de complacencia en ceder la humanidad del supuesto Rey-Dios. Es muy fácil ignorar el hecho de que en cada período de la historia   de Egipto, la relación entre la ideología de la realeza y las acciones prácticas de la vida quedaría finalmente definida por la experiencia histórica, y el acortamiento de los espacios que distancian a estas últimas fuentes, no son sino las realidades de la distribución de poder en el Período Tardío.


Y para concluir: los tres siglos que preceden a la invasión de Egipto por Alejandro Magno (332-323 a.C.) fueron siglos carentes de logros dignos de destacar. Si bien el país estuvo dos veces bajo el dominio persa, aún así consiguió mantener su independencia durante largos períodos de tiempo frente a enemigos poderosos, y supuso un importante impacto   en el curso de la interminable lucha en el Cercano Oriente, así como en asegurar sus intereses en el Alto Nilo. En el Período saíta, varios factores interactuaron para crear la base del éxito. En primer lugar, apareció  una familia de gobernantes que eran aceptables tanto ideológicamente, como espabilados políticamente, y militarmente, extremadamente astutos.


Sin embargo, los saítas fueron también muy afortunados en que para la mayoría de las dinastías, las dinámicas del imperialismo en el Cercano Oriente jugaron mucho a su favor. Los imperios se extienden siempre y cuando sus estructuras institucionales y la voluntad de sus líderes puedan soportar tal expansión. Cuando los asiáticos orientales y los caldeos intentaron incorporar a Egipto a sus imperios, ambos estaban operando fuera de los límites de su capacidad. Incluso un ligero deterioro dentro de su territorio significaba, de forma inevitable, una disminución de los recursos que se volvería contra Egipto, hasta el punto de que una acción efectiva y un control llegaron a ser imposibles. Así es que no sorprende, pues, que el mandato asirio fuese intermitente y muy discreto, mientras que los caldeos todo lo que pudieron conseguir sería la amenaza, la invasión y la retirada.


El peligro que planteaban los persas era de un tipo diferente, puesto que ellos poseían mucho mayores activos en riqueza y recursos humanos, e, inicialmente, un ímpetus de conquista mucho más poderoso procedente en última instancia de Ciro. Por muy capaz que un faraón pudiera ser, si los persas operaban en el pico de su potencial, la tierra de Egipto tenía que caer. Por otra parte, las leyes de la gran estrategia eran las mismas para los persas que para sus predecesores, y la marginal posición geográfica de Egipto en relación al imperio de Achaemenid significaba que sería inevitablemente difícil mantener un control permanente, y que el potencial para una revuelta con éxito estaría siempre allí.


Con este trasfondo, el panorama que nos presentaban los siglos quinto y cuarto a.C. de oscilación entre rebelión, independencia y ocupación, de repente se vuelve inteligible. A pesar de todo, ninguno de estos furibundos esfuerzos llega a disminuir la vitalidad de la vida cultural egipcia. Cierto es que sufrimos profundamente la pérdida del arte, de la arquitectura, y de los textos literarios de estos años, pero han sobrevivido más que suficiente para revelarnos una sociedad que era poderosamente consciente de su pasado, a la vez que exploraba nuevos caminos o, al menos, insistía en encontrar sus propias muestras de énfasis cultural. Dondequiera que miremos, nos enfrentamos a una poderosa corriente de continuidad, unida a una dinámica vital y evolucionista que proporciona el claro sustento para, y explicación de, los considerables logros de la era de los ptolomeos que sigue.


Ahora, sí que llegamos al final de este apasionante, bien documentado, esclarecedor y enriquecedor Capítulo 13, titulado “El Período Tardío”, tan excepcionalmente tratado por el  Doctor Alan B. Lloyd, del que ya se hizo una presentación formal en el preámbulo que encabeza el presente ensayo.


El Profesor Alan B. Lloyd es también el autor del Capítulo 14, que titula “El Período Ptolemaico”, cuya versión en lengua española se inicia con la siguiente “Hoja Suelta”.
Faraones de la Dinastía XXVI


Nekau I

Psamtek I (Wahibra)
Nekau II (Wehemibra)
Psamtek II (Nefiribra)
Apries (Haaibra)
Ahmose II [Amasis](Khnemibra)
Psamtek III (Ankhkaenra)


Faraones de la Dinastía XXVII
(1er Período Persa)


Cambyses
Darius I
Xerxes I
Artaxerxes I
Darius II
Artaxerxes II


Faraones de la Dinastía XXVIII


Amyrtaios


Faraones de la Dinastía XXIX


Nepherites (Nefaarud)
Hakor [Achoris](Khnemmaatra)
Nepherites II


Faraones de la Dinastía XXX


Nektanebo I (Kheperkara)
Teos (Irma atenra)
Nectanebo II (Senedjemibra setepenanhur)


2º Período Persa


Artaxerxes III Ochus
Arses
Darius III Philadelphus




RAFAEL CANALES


En Benalmádena-Costa, a 6 de mayo de 2012


Bibliografía:


“Enciclopedia of Ancient Art”. Helen Strudwick, Amber Books, 2007-2008.
“Ancient Egypt, Anatomy of a Civilization”. Barry J. Kemp, Routledge, 2006.
“Ancient Egypt. A Very Short Introduction”. Ian Shaw. Oxford University Press, 2004
“The Oxford History of Ancient Egypt”. Ian Shaw, Oxford University Press, 2003.
“Antico Egitto”. Maria Cristina Guidotti y Valeria Cortese, Giunti Editoriale, Florencia-Milán, 2002.
“Historia Antigua Universal. Próximo Oriente y Egipto”. Dra. Ana María Vázquez Hoys, UNED, 2001.
“The British Museum book of Ancient Egypt”. S. Quirke and A.J. Spencer, (London, The British Museum Press, 1992)
“British Museum Database”.